¿Qué podemos hacer para frenar el crecimiento de los suicidios?
La consultora Proyecto 21 ha analizado las experiencias en otros países que demuestran que se puede mejorar el conocimiento sobre los motivos que llevan a tomar esa decisión, formar en la prevención y una financiación a la altura del problema
DANIEL MEDIAVILLA. EL PAIS
09 FEB 2023 – 05:20 CET
El 8 de abril de 1962, a punto de cumplir 70 años, Juan Belmonte se pegó un tiro en la sien. Cuenta el poeta Felipe Benítez Reyes en el prólogo a una biografía del torero que España se puso de luto y todo el mundo se puso a hacer conjeturas: “¿Hastío del vivir? ¿La frustración ante un enamoramiento tardío? Quién sabe. Tal vez ni él mismo lo supiera. Tal vez nadie busque la muerte por una razón o por una sinrazón en concreto, sino que la muerte acaba imponiéndole la suya: la urgencia ante la nada, el alivio de la nada”, escribe Benítez Reyes, que concluye dejando en enigma lo sucedido con aquel torero glorioso y rico que acabó pegándose un tiro, “porque quién sabe lo que pasa por dentro de nadie cuando decide ser nadie”.
Benítez Reyes tiene razón, en parte. Aún se desconoce mucho sobre los motivos de las personas que deciden quitarse la vida. No hay un registro prolijo de las causas del suicidio y cuando se habla, por ejemplo, de que la soledad está detrás de muchos casos, se trata de una especulación, al menos en lo que se refiere a la vivencia íntima de la persona que se suicida. Sin embargo, sabemos que Belmonte acumulaba varios factores de riesgo comprobados. Era un hombre (suponen el 75% de los casos), de más de 65 años (en España las personas mayores suponen el 30% de los casos y el grupo de edad con mayor prevalencia), divorciado (las
personas sin pareja multiplican por 3,5 el riesgo de suicidio de los casados) y que sufría arteriosclerosis y problemas de próstata (algunos estudios han relacionado hasta un 25% de los suicidios con enfermedades crónicas). Y tenía una pistola a mano.
Pese al fatalismo que trasluce el prólogo de Benítez Reyes, el suicidio no es un fenómeno incomprensible sobre el que no hay nada que hacer. En Hungría, en el año 2000, se suicidaron 2.463 hombres (52,6 por cada 100.000 habitantes frente a los 12,6 de España) y 806 mujeres (15,9 por 100.000). Dos décadas después, en 2021, la cifra se había reducido a la mitad: la de hombres hasta 1.203 y la de mujeres hasta 358. Una revisión sobre el caso húngaro indica que durante la década anterior, el número de psiquiatras se había incrementado de 550 a 850, los departamentos de psiquiatría de 95 a 139 y las líneas telefónicas donde llamar si se tienen pensamientos suicidas creció de 5 a 28. Además, se implantaron programas de entrenamiento para identificar y gestionar estas conductas para profesionales sanitarios. La cifra, no obstante, sigue siendo elevada. Comparado con los 7,7 por 100.000 de España en 2019, Hungría tenía aún 16,6.
Dinamarca es otro caso de éxito en la reducción de las tasas de suicidio. En 1980 tenía una prevalencia de alrededor de 30 suicidios por 100.000 habitantes, en 2000 la dejó en 15,6 y en 2019 ya había alcanzado los 10,7. Entre las razones del logro, además de mantener las políticas de prevención durante décadas y crear un centro de investigación específico para la materia, se encuentra la mejora del acceso a tratamiento psiquiátrico a personas en riesgo o el control de acceso a métodos con los que suicidarse. Un ejemplo de estas medidas fue la reducción por ley del número de pastillas en las cajas de paracetamol, que redujo en un 18,5% los envenenamientos por este fármaco. En países como la India, la prohibición y el control de algunos pesticidas, empleados en hasta el 30% de los suicidios, también redujeron las muertes de forma significativa.
En España, sin embargo, no se ha progresado en los últimos veinte años. Un estudio presentado recientemente en Madrid muestra que en 2021 se quitaron la vida 4.003 personas, un 6,5% más que en 2018. El análisis, que abarcaba los últimos veinte años, muestra una fluctuación con picos de 8,39 suicidios por 100.000 en 2000, 8,36 en 2014 y 8,4 en 2021, y un mínimo de 6,72 en 2010. Las cifras son inferiores a las de Dinamarca o Hungría, pero, pese a que en España el suicidio mata a casi tres veces más personas que los accidentes de tráfico, ningún Gobierno ha implantado una estrategia nacional de prevención del suicidio, desoyendo un consejo de la Organización Mundial de la Salud de hace casi una década. Los esfuerzos para combatir en problemas están en manos de las comunidades autónomas. Los expertos, pese a la tendencia de los últimos veinte años, consideran que las cifras se pueden reducir si se actúa con convicción y de forma coordinada, como ya sucedió con los accidentes de tráfico.
Víctor Pérez Sola, director del servicio de psiquiatría del Hospital del Mar, en Barcelona, habla del Código Riesgo Suicidio, un programa en funcionamiento en Cataluña desde 2014, que trata de identificar y seguir a las personas en riesgo. “Uno de los factores sobre los que se tiene evidencia es que haber tenido una tentativa de suicidio multiplica por 50 la probabilidad de intentarlo de nuevo”,
apunta Pérez Sola. Esto significa que es importante seguir de cerca a estas personas, algo que se hace con llamadas telefónicas y facilitando el acceso a tratamiento psiquiátrico. Como norma general, cuando se identifica a una persona con riesgo de suicidio, se programa una visita con el psiquiatra en menos de 72 horas si es menor de edad y en menos de 10 días si es mayor. En Cataluña suelen seguir con este código a unos 30.000 pacientes al año y alrededor de 6.000 por intento de suicidio.
Pero es muy difícil controlar a la población de riesgo con los recursos que se le dedican en España. Javier Jiménez, psicólogo clínico y presidente honorario de la Asociación de Investigación, Prevención e Intervención del Suicidio (AIPIS), denuncia que la cantidad de profesionales formados es claramente insuficiente
para cubrir las necesidades en España. “Ahora se ha normalizado que se den citas para dentro de 10 meses o un año y que la segunda cita sea para tres meses después. Y además, las citas han pasado de ser de una hora a 40 o 30 minutos”, lamenta.
Para identificar a las personas en riesgo, también se ha ampliado dónde se mira. “De las personas que tienen un intento, solo el 35% había tenido relación con la red de salud mental, pero sí habían contactado en muchas ocasiones con el médico de cabecera o los servicios sociales por problemas de soledad o económicos”, indica Pérez Sola. Este punto muestra la importancia de ampliar la formación en prevención de suicidios más allá de los psiquiatras o los psicólogos clínicos.
Como en todos los problemas de salud pública, la prevención va mucho más allá de lo que se puede hacer en los hospitales, como menciona Gonzalo Martínez Alés, psiquiatra de la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Harvard. Como sucedió con los accidentes de tráfico, las políticas que redujeron en un 80% los muertos en accidentes de tráfico en 30 años requirieron políticas poblacionales. “En salud pública creo que aún no sabemos lo que hay que hacer, aunque tenemos algunas ideas”, reconoce. Según explica el investigador, “en España no hay elementos claros sobre los que se podría actuar, como las armas de fuego en EE UU [omnipresentes y relacionadas con la mitad de los suicidios] o los pesticidas”. De hecho, continúa Martínez Alés, “el método más empleado en España es el ahorcamiento, que, por un lado, es difícil de controlar y por otro nos sugiere que las cifras de suicidio pueden dejar fuera muchos casos, porque hay mucho peso de un método que no se puede registrar como una muerte accidental”.
Uno de los métodos que han demostrado eficacia en países donde se han puesto en marcha son los teléfonos para atender a personas con pensamientos suicidas. En España, en 2022, se lanzó el teléfono 024. Una buena idea que los expertos critican por su forma de aplicación, por falta de preparación de las personas que lo atendían y por pagar unos sueldo con los que es difícil atraer a psiquiatras o psicólogos clínicos preparados. En esta línea, Julio Bobes, catedrático de psiquiatría de la Universidad de Oviedo, señala que “se creó un teléfono, que era algo que pedíamos, pero después se cedió su gestión a una institución que no es primariamente sanitaria y que no tenía expertos en la atención”. Ahora se está preparando una nueva licitación.
Bobes escribió en 2014 un editorial en la Revista de Psiquiatría y Salud Mental titulado “La prevención del Suicidio en España: Una necesidad clínica sin cubrir”. Casi una década después, cree que “sigue siendo una necesidad no cubierta”. “Las tasas han subido de manera continuada y hemos pasado de ser un país con tasas bajas según criterios de la OMS a ser un país de tasas medias”, asevera. “Hemos hecho pocas cosas e insuficientes”, añade. Entre las que se han mejorado, el psiquiatra destaca la mejora en la recogida de datos, pero advierte que aún no se conocen los motivos de las fluctuaciones entre años. Javier Jiménez incide en la falta de conocimiento para interpretar muchos fenómenos. “No sabemos el número real de suicidios y mucho menos de intentos. No sabemos por qué se suicida la gente. Desde hace 20 años, nos preguntan por qué hay más suicidios en Asturias o Galicia que en otras regiones de España y no tenemos ni idea. ¿Cuáles son las causas principales por las que se suicida la gente? No lo sabemos. Solo conocemos cinco datos: Edad, sexo, comunidad autónoma, método de suicidio y mes en el que se suicidan. No hay más datos y para tomar medidas preventivas eficaces necesitamos conocer las posibles causas que han llevado a una persona a suicidarse”, resume.
Para Bobes, como para muchos de sus compañeros, más allá de todas las medidas que se puedan aplicar en la prevención, el primer paso es tomar en serio el problema, creer que es posible atajarlo y dedicar los recursos necesarios. “Con el tráfico se vio que si se dedican recursos es posible bajar las tasas de mortalidad. En el suicidio, hemos visto que muchas comunidades tienen planes que están muy bien planteados, pero no tienen ni un solo euro para llevarlos a cabo. En general, se habla de planificar, pero no hay partidas importantes para la aplicación. En suicidio, estamos aún en fase de sensibilización y toma de conciencia, después habrá que poner los números”, concluye.
Martínez Alés cree que, aunque a veces no haya datos precisos que relacionen algunas políticas con el descenso de suicidios, también se puede emplear el sentido común. “Un buen sistema de salud pública y seguridad social tiene un efecto protector y en EE UU se ha visto que en zonas donde se amplía la cobertura Medicare [cobertura sanitaria para personas con menos recursos], descienden los suicidios”. Además de dedicar los recursos a salud mental, no tener saturados a los médicos de primaria puede facilitar que tengan tiempo para formarse en la prevención de suicidios y en prestar atención a los casos que se les presentan en la consulta.
Como sugieren las cifras de los últimos 20 años, la batalla contra el suicidio aún no se ha peleado. Datos como los de Dinamarca o Hungría muestran que se trata de un problema de salud contra el que se puede luchar, aunque también hay datos que sugieren que, como casi todos los problemas sanitarios, afrontarlos va mucho más allá de los médicos y los enfermos. Émile Durkheim, en su estudio sobre el suicidio de 1897, observó que en los países católicos, con vínculos sociales más estrechos que los protestantes, las personas se mataban menos a sí mismas. Ahora, en los países musulmanes, con sistemas sanitarios mucho peores que los de los países nórdicos, hay cifras de suicidio mucho menores, algo que puede ser real o, como en los países católicos, deberse en parte a que muchos casos no quedan registrados por el tabú que supone el suicidio. En cualquier caso, el problema del suicidio se
deberá afrontar, además de como un reto sanitario, como una parte más de la discusión colectiva sobre lo que es una vida buena y cómo se puede poner al alcance de la mayoría.