Contra la inequidad intergeneracional: transferir fondos a los jóvenes como se hace con los pensionistas
En la campaña electoral del 23-J os partidos miman más a los jubilados que a la juventud. Una cuenta de ahorro individual (no universal) podría ser parte de la solución
JORGE GALINDO. EL PAÍS. 17/07/2023
El futuro de un joven en España depende de dos azares: el hogar y el momento en que nace. Nuestro modelo de bienestar favorece un reparto desigual de los billetes para esta lotería, y los responsables de ajustarlo o cimentarlo, los representantes políticos, no parecen preocupados por esta injusticia estructural aunque haya más de siete millones de votos de menores de 35 años a disposición de quien logre atenuarla.
Hace décadas que este modelo promete un premio de estabilidad en la segunda parte de tu vida en forma de casa en propiedad y contrato indefinido seguido de sólida pensión. Pero para llegar ahí, el sistema te pide que antes transites a la vida adulta por rampas de entrada desequilibrantes: empleos concentrados en zonas urbanas a los que accedes de manera incierta e intermitente tras una formación poco adaptada a lo que te dedicarás. En este contexto, encontrar vivienda en la que construir tu hogar en un país de ciudades con demanda creciente, poca oferta de alquiler y mucho pequeño propietario más interesado en preservar la herencia que en liquidarla es tan difícil como lograr la seguridad necesaria para llenarlo con descendencia. Como alternativa, los jóvenes buscan apoyo dentro de sus hogares, lo que significa que al final estarán tan bien (o mal) como estén sus padres: según una encuesta reciente que realizamos con la Fundación Friedrich Naumann a 1.500 jóvenes de entre 18 y 35 años, del tercio de ellos que había logrado vivienda propia, la mayoría (65%) lo hizo con apoyo de algún familiar. Quienes no la tienen, igual que aquellos que no tienen hijos, citan la falta de ingresos estables como principal limitante. La renta acumulada de la generación anterior se vuelve el capital de partida para la siguiente. Para quien lo tiene, claro.
Si, además, te toca iniciar tu carrera en periodo de crisis, el modelo se vuelve una máquina de destruir oportunidades. La generación que entró a la vida adulta con la Gran Recesión tuvo durante una década menos ingresos y menos probabilidad de tener un trabajo que la generación anterior; en consecuencia, también acumuló menos potencial de ahorro, que en España se traduce casi siempre en entrada para una vivienda (La generación de la doble crisis, 2021). Mientras, los mayores estaban mejor protegidos gracias a contratos fijos, viviendas en propiedad y un sistema de transferencias centrado en las pensiones contributivas: entre 2007 y 2015 la tasa de riesgo de pobreza de las personas de 65 y más años bajó notablemente. Gran noticia, pero es que mientras tanto subió la de todos los demás, especialmente de 16 a 29 años: del 18% al 30%. El nuevo ciclo de crecimiento económico la puso en el 23%, pero, una vez más, repuntaría con la pandemia. No ha vuelto a ese 18%.
Esta es la verdadera falta de equidad generacional. No se trata de sostener una carrera por ver a quién protegemos más, si a jóvenes o a mayores. Sino de constatar que dos jóvenes que empiezan en puntos o momentos desiguales no convergerán en su camino hacia la edad adulta: nuestro modelo solo se preocupa de proteger al final, no al principio, de ese camino.
En el marco de la carrera están atascados los bloques políticos. Poco importa que la frustración derivada de la masiva destrucción de oportunidades durante las crisis contribuyera al nacimiento de nuevos partidos, así como al cambio generacional en el liderazgo de los viejos. La izquierda insiste en preservar el premio de la estabilidad en la segunda parte de la vida, y en elecciones se limita a agitar el miedo a que su rival ideológico lo desmonte sin preocuparse de que el modelo se autodestruya. La derecha, por el contrario, esquiva el problema hasta que la realidad le obliga a enfrentarlo, y entonces invoca la varita mágica del crecimiento que nunca llega: España tiene el mismo PIB per capita que en 2005, y valdría la pena pensar si la dilapidación de oportunidades para las nuevas generaciones no tiene que ver con este estancamiento.
Este statu quo se mantiene por inercia electoral: el próximo 23 de julio, la mitad de los votos de PP y PSOE vendrán de personas de 55 años en adelante. Son muchos más que los siete millones de jóvenes citados más arriba, que por añadidura tienden a participar menos en las elecciones. Pero si pasamos de la perspectiva de la carrera a la de la equidad, ¿está más cerca una jubilada que cobra la mínima no contributiva de otra que llega a la máxima gracias a las cotizaciones de su exitosa vida laboral, o de su nieta, que aspira a ser la primera de su familia en ir a la universidad, y las notas le dan, pero no el capital familiar para mudarse a la ciudad deseada?
A veces, afortunadamente, la perspectiva de equidad se cuela por las rendijas del modelo gracias a las circunstancias y al emprendedurismo político: el ingreso mínimo vital (IMV) es una medida inesperada en nuestro sistema, surgida en un momento (la pandemia) en el que seguir negando la protección a los segmentos más vulnerables era injustificable política y socialmente. De ahí que un gobierno de izquierda recibiera apoyo parlamentario transversal. El hecho de que incluya incentivos para compatibilizarlo con ingresos laborales, y que pueda combinarse con pensiones no contributivas, lo acerca a un sistema de compensación que puede acompañar a quien lo necesite en cualquier momento. Pero hay tres barreras para completar ese objetivo: el ingreso mínimo vital (IMV) no es generoso en su mínimo (tampoco lo son las pensiones no contributivas); el proceso para solicitarlo es complejo, descargando la responsabilidad en los hombros de la ciudadanía; y establece límites de edad tan elevados como arbitrarios. Las tres pueden superarse pasando a un modelo de transferencia, para toda persona emancipada, concedido automáticamente con la declaración de la renta, que pasaría a ser presentada por todos. La viabilidad de esta idea es hoy mayor a la que tenía hace una década: el día en que se aprobó el IMV con el voto a favor de 297 diputados, 52 abstenciones, y ninguno en contra se comenzó a construir el consenso de dedicar importantes partidas presupuestarias a luchar contra la desigualdad.
Universalizar la declaración nos ayudaría, además, a diseñar un mecanismo para romper el círculo vicioso intergeneracional. Una de las pocas propuestas distintivas en esta campaña para los jóvenes ha sido la idea de una herencia universal (una ayuda pública por la que cada joven recibiría 20.000 euros a partir de los 23 años), lanzada por Sumar. El PSOE contraprogramó con un aval al 20% de entrada de la hipoteca. Ambas tienen alto riesgo de acabar dándole dinero a quien menos lo necesita. En su lugar, podría aprovecharse la información de la declaración universal para abrir una cuenta de ahorro individual, que podría gestionar la Seguridad Social, a quien entre en edad de trabajar, con una cantidad progresiva condicionada a la renta de su hogar de origen (y diseñada, como el IMV, para no desincentivar el trabajo de los padres del joven en los años previos a la concesión). Esta cuenta podría ir creciendo con contribuciones tanto del individuo como de sus futuros empleadores, y sería accesible bajo supuestos de jubilación, incapacidad, compra de vivienda, desempleo, formación de nueva empresa o (una fracción) para formación que mejore su empleabilidad. Sería un seguro contra crisis, combinada con la nueva versión del IMV. Para financiar ambos, habría que recanalizar parte de los recursos públicos hacia los hogares que realmente lo necesitan: esto lo pagaríamos eliminando deducciones y otros agujeros en nuestro sistema fiscal, y dejando de destinar tantos fondos al pensionista con la máxima y varias viviendas en propiedad. Aquí tienen los partidos un plan creíble para ofrecer a aquellos jóvenes que están esperando tener algunos billetes más en la lotería de su futuro.