Generación Drill: rimas salvajes para una juventud sin horizonte
Nacido en las zonas marginales de Chicago, este género musical parecido al rap, pero de letras más crudas, música más dura y estética propia, ha llegado a España calando entre los jóvenes de origen migrante. Sus temas hablan de la vida en la calle, la violencia y la falta de esperanza.
Nada más entrar al barrio, un coche de la Guardia Civil pasa lentamente haciendo su ronda. Pasará dos veces más a lo largo de la mañana. Los rayos del sol pegan verticalmente y apenas hay árboles. En un bar de la plaza de Andalucía, la explanada central del barrio alrededor de la cual se levantan los pisos en bloques de hormigón blancos y agrietados, se sirven mojitos de cereza fríos y sin alcohol mientras suena música en árabe. En una esquina de la plaza hay un predicador negro que busca captar almas con un micrófono conectado a un altavoz bluetooth. Es sábado y nadie le mira.
“Mi padre trabajaba en el campo cuando llegó aquí”, cuenta Key-21 (nombre artístico como todos los que aparecen en este reportaje). “En el mar de plástico las condiciones son pésimas. Es durísimo. Del campo no sales. Los chavales ven eso en sus padres y no lo quieren”. En el mar de plástico trabajan la mayoría de los hombres de las 200. Hombres que llegaron del norte de África entre finales de los noventa y principios de los dos mil. También es el mismo mar que sus hijos, casi todos nacidos en España, han aprendido a odiar. La primera generación de españoles de sus familias sueña con algo más que recoger tomates en un invernadero. Por eso, cuando Key-21 camina por el barrio que le vio crecer, los adolescentes en bici le persiguen, los más pequeños corretean detrás de él. Es una estrella. El hijo de padre mauritano y madre senegalesa que salió de las 200 y se convirtió en músico. El chaval que empezó a subir canciones a YouTube sobre la vida en el barrio y ahora lleva un reloj que brilla al sol, unas bermudas con estampado Burberry y una enorme cadena de plata. Para los adolescentes de las 200, un barrio que Vox Almería denominó en su cuenta oficial de Facebook como “estercolero multicultural”, Key-21 es un ídolo aspiracional: todos quieren ser como él. “Ahora la policía ya no me para porque saben que me dedico a la música, pero cuando era menor me paraban constantemente”, confiesa. La señal inequívoca del éxito.
En febrero de este año, Key-21 dio un concierto en El Ejido con El Patrón 970, una de las estrellas indiscutibles del drill español. Nacido en Humanes (de donde viene el 970, código postal de la población madrileña), hijo de padres de Guinea Ecuatorial, El Patrón tiene más de 600.000 oyentes mensuales en Spotify. Su canción más famosa, Jordan Manchás, ha llegado en YouTube a 46.700.000 reproducciones. También tiene un conflicto plasmado en letras de canciones y vídeos musicales con el otro bando drill español: MDLR, el acrónimo de mec de la rue, una expresión de origen francés cuya traducción sería “chico de la calle” y que Morad, exponente del drill catalán, usa en casi todas sus canciones. El conflicto entre El 970 y el MDLR en redes sociales se denomina beef e incluye incursiones al barrio del otro y ridiculizaciones en las letras. Como lo de Quevedo y Góngora, pero en 2023, con tatuajes y marihuana.
Es complicado definir el drill. La manera corta de explicarlo sería decir que es un estilo musical cuyas ramas arrancan en el árbol del que crecen también las ramas del rap y del trap. Sus letras son más crudas, la música más dura y el tema principal es la vida en la calle. La explicación larga es repetir lo que todos los drilleros consultados en este reportaje han dicho: no es solo música, es un modo de vida. Con todas las consecuencias que eso supone.
El drill, que en inglés significa taladro o perforación, nació en 2010 en Chicago, en el sur de la ciudad, entre los adolescentes que vivían en los barrios marginales, sobre los que pesaba una crisis de constantes asesinatos. La violencia que veían en su día a día sirvió como hilo conductor de la mayoría de sus letras. Empezaron a cantar sobre los tiroteos, los navajazos, la crudeza de barrios e infancias en las que la falta de oportunidades y la pobreza han permeado hasta crear a los jóvenes que ahora se cascan un pasamontañas o una gorra y quedan con sus amigos en la plaza desierta de su barrio para cantar las letras que escriben de noche cuando no pueden dormir.
La música servía como desahogo y el éxito se convirtió en un salvavidas que te arrastraba a la superficie dejando atrás el mundo marginal. Las letras del drill no tienen apenas metáforas. Son crudas, nihilistas, pesimistas, viscerales, contundentes y honestas. De hecho, la honestidad es uno de los temas que más se valoran en el género, tanto en la música como en el movimiento. De allí que los drilleros más puristas exijan al resto que cantan drill también vivir el drill.
“Yo lo que veo en el drill no es a chavales de verdad. Veo a niños a los que sus padres les están dando la paga y están hablando de matar gente. No puedes hacer eso. Nosotros matamos y morimos. Es lo que hay. Nada más. Está feo, pero la vida es así, no quieres dejar que te maten”. El que habla es Chacheblack, uno de los mayores representantes del drill en Madrid. Chacheblack sacó su primer disco a los 16 años en Villaverde. “Me llevaron del instituto social por ser un chaval de familia desestructurada. Estaba en la calle todo el día. Cuando me dijeron que íbamos a hacer rap, pensé: ‘Esta es la mía”, relata. Ese primer disco no está en YouTube, pero sí lo está el segundo que sacó y al que llamó El puto negro del cole. Se refería a sí mismo. A los 16 años, Chache vivía en la calle porque tenía problemas con su madre alcohólica y su padrastro. A pesar de ello, el collar más grande que lleva colgado al cuello es un enorme medallón lleno de cristalitos brillantes y una fotografía de su madre dándole un beso. En el reverso, la fecha de su muerte.
Cuando Chacheblack dice en una canción “Y andamos preparados por si alguno quiere guerra, / que para mí cualquiera es cualquiera. / No saben lo que he hecho para llenar mi nevera. / Imagina de todo menos cosas buenas”, asegura que lo dice porque es así. “El drill es todo lo que no se ve. La realidad. Las puñaladas. Por eso vamos tapados. Y los que cantan cosas que no han hecho un día se encontrarán con nosotros y hacen cualquier rollo raro y le damos un bofetón que su cara vuela”, cuenta mientras estamos sentados en un lugar que me ha pedido que no cite y él fuma un porro de hachís. Chacheblack no quiere contestar cuando le pregunto si las armas que salen en sus vídeos musicales son de verdad. Tampoco cuando le pregunto dónde trabaja.
Slow acaba de tatuarse, justo por encima del cuello de la camiseta, un tatuaje que dice Drill Mafia, el nombre del estudio de drill más insigne de Madrid que tiene su sede en Vallecas, en una zona de trasteros donde convive con una tienda de venta de marihuana terapéutica y una chatarrería. El estudio, que abrió hace unos tres años, está amueblado con muebles de jardín de forja que parece que alguien desechó, una pequeña nevera, la Play 4 conectada a una tele de plasma y el tesoro de la corona: un escritorio con un ordenador y un mezclador en el que Slow ha invertido gran parte de su presupuesto para mejorar la calidad de la música que produce. Después de comprarlo, puso alarma y cámaras en su estudio. Aunque nadie ha intentado robarle. “Todo el mundo sabe dónde estamos y quien quiera problemas, mira, las puertas abiertas”, dice. Lo que sí han grabado las cámaras son varios registros de la policía que Slow asegura que se repiten cada cierto tiempo. En el vídeo que muestra, los agentes entran en la productora a pedirle la documentación a los adolescentes. Después de revisarlo todo, se van.
A pesar de llevar una productora cuyos artistas acumulan 100.000 oyentes mensuales, Slow no ha estudiado música ni tampoco ninguna carrera. “Yo llevaba una vida complicada y aposté por esto. Fue una salida para mí”. Ahora mismo lleva a unos 50 cantantes amateurs que quieren dejar de serlo. Adolescentes que usan el local no solo para grabar sus canciones, sino también como un lugar de encuentro los días en los que todo va mal en casa o en el instituto. “Estoy intentando enseñar a los chavales que la música es un camino. Aquí hay de todo, no siempre buen rollo. El drill es muy oscuro y muchos chavales vienen de reformatorios, pero eso es culpa del sistema, no de los chavales. Nosotros simplemente recogemos a esa gente y les enseñamos una vía de escape”. Su principal trabajo no es solo sacar un buen sonido a sus temas, sino también darles seguridad. Por 35 o 50 euros les produce una canción. Nunca dice no a nadie. “No vamos a juzgar a nadie por dónde viene, sino por dónde acaba”, asegura.
En una terraza de un bar de Fuenlabrada se reúnen en torno a una mesa el Flaco y Cuatro. Los dos han cantado drill, aunque Flaco apenas se dedica ya a la música (va a empezar a trabajar en un bar de camarero) y Cuatro saca, de vez en cuando, canciones de trap. Son cercanos a la troupe de La 970 de Humanes y convierten nuestro encuentro en un debate entre los dos sobre la música y la vida en la calle. A continuación se reproduce una conversación entre ellos:
Flaco: Yo lo único que no entiendo es por qué en España se hacen famosos todos los subnormales. Como la Bb Trickz.
Cuatro: Bb Trickz tiene representante y lleva haciendo anuncios desde los cinco años, que salió en un anuncio de Nesquik fresa.
Flaco: ¡Pero hacer un anuncio no te da derecho a ser músico!
Cuatro: Bro, y ser político no te da derecho a robar. Para mí, no puedes cantar drill si luego no puedes hacer en la calle lo que cantas. Si no vas a tirar en la calle, no cantes drill. Porque cantando drill, te expones a que te roben.
Flaco: Pues yo he pasado por todos los lados de Madrid y no me ha robado nadie.
Cuatro: Primo, ¿con qué has pasado? ¿Qué llevabas tú de valioso para que te lo quiten?
Flaco: Cualquier cosa, hermano. ¿Qué es para ti valioso?
Cuatro: Una pulsera de oro, unas bambas, algo que se vea. Me intentas coger, venir y robarme y sabes cómo puedes acabar.
Flaco: Pues te doy un golpe.
La ausencia de mujeres en el drill se explica muchas veces por la cantidad de testosterona vertida en las letras. La violencia y agresividad hace que ellas acaben fusionando sonidos y derivando más hacia el trap que la crudeza callejera del drill. “Al principio me daba un poco igual que hubiera tan pocas mujeres en el drill, pero ahora pienso que me gustaría que hubiese muchas más”, confiesa Lilmmei, una de las pocas mujeres haciendo actualmente drill en España, y prosigue: “Cuando voy a colaborar con alguien siempre intento que sea una tía. Sobre todo si no está muy establecida”.
Lilmmei nació en Getafe pero ha vivido toda su vida en Valencia. De padres nigerianos, la joven acaba de terminar un grado dual de Técnica de Rayos porque desde el principio desoyó los cantos de sirena de la música y la fama y decidió tener un trabajo. Empezó haciendo rap puro y subiendo sus vídeos a Instagram cuando alguien le habló del drill. Se animó a darle una oportunidad. Hoy por hoy, otras mujeres drilleras de la escena española son Rain Von, Aya Ayat y Omaigold. Todas de origen migrante. Sin embargo, para Lilmmei el drill fue una forma de abrirse camino, pero considera que es un género fugaz. “No veo futuro al drill en España”, sentencia.
Aunque el drill nació en EE UU, fue en el Reino Unido donde vivió una verdadera explosión de popularidad. Mientras en España sigue siendo un género marginal y underground que solo suena en la calle o en los barrios, en el Reino Unido ha llegado a la radio y los bares. Pero fue precisamente esa popularidad lo que condenó el movimiento a la persecución policial. La policía de Londres ha pedido varias veces la retirada de YouTube de vídeos de drill porque aseguraban que “aumentaba la violencia en los barrios”. Rondodasosa, el drillero italiano más famoso, tuvo dos años prohibida la entrada en los pubs y locales de Milán después de unos disturbios en una discoteca. Morad, el exponente nacional del drill, ha sido desterrado por la policía de La Florida, su barrio en L’Hospitalet, “por alentar disturbios”. Para Slow, el drill no es violencia. “El drill es el arte que refleja el sistema, que está como está. Para la policía la culpa es de la música, no del sistema, no de las tiendas que venden machetes. Eso podrían regularlo como regulan el alcohol y el tabaco”, argumenta.
Una de las características del género es la juventud de todas sus estrellas. Los chicos empiezan componiendo canciones de adolescentes. Chief Keef, el primero y mayor exponente del drill en Chicago, tenía 16 años cuando firmó su primer contrato discográfico. Chacheblack tiene 31 años y es el mayor de todos con los que hablamos. Slow, 29 años. Flaco, 27. Cuatro, 25. Lilmmei, 21 años, igual que Kid Flako. Es precisamente Kid Flako el único que revela su verdadero nombre. Se llama Alejandro Ruiz y sostiene que ya no hace drill. “Del drill no me gusta el fantasmeo que hay y la película que se están inventando. Nada más verles la cara se nota si de verdad lo ha pasado o si no. Y me está diciendo uno con la cara perfecta y una rayita que se ha hecho en la ceja en la barbería que tiene hambre, que va pegando palos por las noches y que es el más malo, y eso es mentira. Conozco mucha gente que van de malos y son unos cayetanos. Yo he estado un mes, pero de verdad un mes, comiendo solo leche y galletas”, confiesa. Empezó haciendo música muy pronto. A los 14 años ya había grabado en un estudio. Ahora tiene el suyo propio. Graba desde trap hasta reguetón y alabanzas. Un día, incluso grabó ópera. Aunque él tampoco ha estudiado música, todo lo que sabe para montar y producir canciones lo aprendió en YouTube y en internet.
Una de las características del drill es precisamente esa capacidad de crear música con muy pocos elementos. Con medios, casi siempre, precarios, los adolescentes se graban en vídeo unos a otros y lo cuelgan en YouTube y esperan a pegarla (tener éxito). Lo importante es la letra y la estética que se ve en los vídeos: ropa casi siempre negra, pantalón de chándal, chaquetones inflados, capuchas, cadenas, pasamontañas (los drilleros al otro lado del charco lo justifican con la frase no face, no case, sin poder identificar a quién sale en el vídeo, la policía no puede detenerlos por sus letras), riñoneras, tatuajes, ropa de marca con logos gigantes (en los amateurs es casi siempre falsa, pero sirve para imitar a los drilleros famosos).
La sensación general es que estamos al borde de algo. A nuestros pies, la revolución social que aún está por estallar en España y que ya lo ha hecho en países como el Reino Unido y sus guetos o Francia y sus banlieues. Hablar del drill es hablar de la generación que ha perdido toda confianza en el progreso social. O que, directamente, nunca creyó en él. También es hablar del canal que los jóvenes de los barrios migrantes españoles están usando para reivindicar su origen y su propia existencia. Quieren los flashes, las escuchas y los likes que los validan. Quieren la admiración de los suyos.
El drill le canta a la vida real. A una infancia complicada. A la dureza del asfalto y el ahogo del polvo. La sensación general es que estamos ante una generación que más que descontenta se siente abandonada. La policía es el enemigo. La prensa, el brazo chivato de la ley. La mayoría de los entrevistados no sabían lo que era El País Semanal y, ni siquiera, EL PAÍS. Aunque todos preguntaron si las fotos de este reportaje se colgarían en Instagram.
Viven en la orilla. En la frontera de un mundo que nunca les dejó entrar. “Quieres estar dentro de la sociedad y quieres tener un trabajo normal y corriente y que puedan confiar en ti. Pero si vienes del mundo B, no te dan ni la simple oportunidad de intentarlo. El drill es el modo de vida que llevamos los jóvenes como reivindicación contra la opresión del Estado. Lo de siempre: que somos antisistema”, declara Chacheblack. La música drill es el único flotador al que pueden agarrarse. Al menos, estas reglas las han escrito ellos.